17/4/16

ENCANALLÁNDONOS DESDE LA INFANCIA: ¿TENÉS QUE ENCONTRAR A TU POLICÍA INTERIOR?



por Eugenia Segura

¿Qué sucede cuando en las mentes infantiles se siembra la semillita de la codicia, la ambición, el policía interior, o el amor por los dados? Elementos que después, de adultos, se repiten en las psiquis de los trabajadores mineros, de los buscadores de oro en general, de los especuladores de todo tipo.


A veces, el extractivismo juega a ponerse un rostro humano. Descubrió que le sale más barato que los rostros adiestradamente feroces detrás del plástico de los escudos antidisturbios. Que la sangre en algunos países les cuesta más cara que en otros, y que ya no son aquellos tiempos dorados de la megaminería, en donde se podía impunemente enterrar vivos a 50 mineros en un pozo, para que escarmienten (como en Tanzania), o armar genocidios como los de Ruanda, Zaire o el Congo belga: queda feo en youtube, y espanta a los inversores. Hasta los menos piadosos huyen cuando entienden que se les pueden esfumar las ganancias si hay mucha gente acampando y gritando como indios en el medio de la ruta.

Para contrarrestrar eso, inventaron la “Responsabilidad Social Empresaria”, y cuál no sería su alegría al descubrir que, por arte de magia de sus contadores, incluso podían deducirla de sus impuestos: nada más bonito que hacer caridad con la plata ajena. Empezaron a donar, que un tomógrafo por aquí, que una ambulancia por allá –los van a necesitar- cositas para las escuelas, los comedores, las iglesias. Qué es para ellos un vuelto que encima de volverles, con creces, sirve para esconder por un rato derrames que no son precisamente de riqueza: esas imágenes de diques de cola colapsados, de cráteres y de glaciares rotos. Ni hablar de los efectos en el precio de las acciones cuando aparecen las fotos de niños fumigados o con malformaciones congénitas, las sonrisas hipócritas de la falsa filantropía garpan mucho más.

Los encandilados por el oro saben que la única manera de tapar realidades demasiado evidentes es, precisamente, encandilando, para eso apelan al viejo truco de los espejitos de colores. Y cómo serán sus planes de a largo plazo, que no vacilan en meterse hasta con los niños. Una cámara oculta desató el escándalo del programa de minipolicías , no por casualidad, implementado en los pueblos rebeldes a la megaminería. En ella puede verse que un sacerdote en Esquel les gritaba a niños de 9 a 14 años: “TENÉS QUE ENCONTRAR A TU POLICÍA INTERIOR” . En mi pueblo, Uspallata, minera San Jorge compró los uniformes de tiernos yutitas, previendo que algún día tal vez tendrían que reprimir a los mini ecoterroristas,  que ya afilan sus crayones con los argumentos invencibles: ríos bajando de las montañas, arbolitos, gente sonriente de la mano, pájaros y flores… esas cosas de los niños.

Del otro lado, hay todo un despliegue de signos que no son precisamente inocentes: en la Rioja, la Barrick regalaba una versión burda del juego de la Oca, donde si te tocaba un lingote de oro avanzás tres casilleros, si caés donde hay un ambientalista, perdés un turno.  En Chile, la didáctica de aprender contaminando –digo, jugando- es aún más perversa: les reparten a los chicos un juego tipo el Estanciero, una versión del Monopoly donde, si acumulás papelitos de colores -¿qué otra cosa es el juego adulto del dinero?- podés comprar ríos, lagos, montañas, glaciares. El ablande, diríamos en jerga de fiolos de este lado de los Andes, está más que claro: si de niño jugaste a eso, de grande no te va a causar ni asombro ni espanto que un monopolio extranjero diga este glaciar es mío.

O los libros de cuentos que Julio De Vido hizo distribuir en las escuelas, donde una montaña está triste porque nadie le saca el oro que tiene adentro, y le pide ayuda a unos niños para extraer y repartir pepitas entre los pobres del pueblo. O la versión de Blancanieves –salida obligatoria para los niños sanjuaninos en edad escolar- en la que los enanitos vienen de trabajar en la mina cantando canciones de la Barrick. ¿Perverso? Sí, perverso: los niños de San Juan ya no tienen agua, y me pregunto qué sentirán los que jugaron con esos juguetes (hace ya más de diez años de Veladero) y ahora tienen enfermedades espantosas, o hermanitos con malformaciones. La Argentina obscena, la que nadie quiere mostrar, donde la infancia nos está pidiendo que hagamos un click urgente: está en la red.

Quizás el caso más emblemático, por la difusión y por lo que está en juego,  sea la película Aviones, de Disney –no por casualidad, del mismo dueño de Monsanto- donde los niños aprenden a amar al avioncito fumigador de soja que los riega con glifosato desde el cielo, asociado a mensajes supuestamente nobles como la amistad, la lealtad, el “campesino” chuncano y valiente que supera todos los retos y cumple su sueño de triunfar en grande.

Es cierto que jamás van a alcanzar la trayectoria del cuento de la gallina de los huevos de oro, que nos viene advirtiendo desde hace siglos el peligro de destruir la fuente que nos entrega un poquito de riqueza cada día, por pretender extraérsela  violentamente toda de golpe.  Ni por asomo, la milenaria fuerza arquetípica del mito del Rey Midas, a quien los dioses le conceden el deseo de que se convierta en oro todo lo que toque: el agua y los frutos se vuelven vil metal al llegar a sus labios, y Midas muere de hambre, de sed y desesperación acariciando a su hija, transformada en una estatua dorada y sin vida.

Sin embargo, no deja de ser inquietante la pregunta: ¿qué sucede cuando en las mentes infantiles se siembra la semillita de la codicia, la ambición, el policía interior, o el amor por los dados? Elementos que después, de adultos, se repiten en las psiquis de los trabajadores mineros, de los buscadores de oro en general, de los especuladores de todo tipo: el sueño de dar el batacazo sin esfuerzo y ganar millones de la noche a la mañana. A cualquier costo, así haya que asesinar, que reprimir a poblaciones inocentes que lo único que quieren es vivir en paz, sin venenos que les caigan de arriba. No se sabe bien por qué ni para qué algunos adultos quieren tanto oro, puesto que la felicidad, ya la vienen dibujando espontáneamente  tantos niños de todas las eras que, si los dejáramos nomás con su sabiduría y sus crayones, nos darían una y otra vez los argumentos invencibles: en sus dibujos ya está, entero, el mundo por venir.
  

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